Esto contaba sobre Berrabia el pintor Gustavo de Maeztu, en su afán de historiador buscando los orígenes de Navarra sobre su velocípedo…

    Subimos a lo largo de la calle Mayor de Zúñiga, para cruzar por el arco del Abrigo. Puerta y arco sendero, seguramente del siglo XII, por donde quizás pasara más de una vez el díscolo Príncipe de Viana, capitaneando a sus mesnadas de agramonteses, pues a poca distancia de este arco, a unas tres leguas, debajo de la Peña Grande de Gaztiain, determinó la situación de Navarris, la vieja ciudad de los Navarros.

    Subimos el repecho con cierta emoción, ¡Nos habían hablado tanto de Berrabia!

     … Van pasando tres cuartos de hora y vamos cruzando una senda bordeada de peñas por cuyas grietas surgen los encinos, los arbustos y hasta algún quejivo pequeño, retorciéndose en su doloroso nacimiento y dando al paisaje el aspecto de las tablas flamencas. Paisajes nunca vistos por ellos, pero tomados de aquellos primitivos italianos de “La Umbría” que se inspiraban directamente en los rincones de Los Alpes.

     Surge ya a nuestra vista, la amplia campa de Berrabia, bien cultivada, bien resguardada, con su garganta que conduce a la línea de Ullibarri-Arana, en los montes de Álava, y una de las regiones más frías del contorno. Más allá, San Vicente de Aran y Comporta, la verdadera muga de la Amesko’a. Enfrente, la Peña Redonda; a la derecha el monte de Galbarra con sus peñas color de pastel, de las que seguramente toma ese nombre; y al socaire de la misma, unos carboneros trabajan cachazudamente preparando el horno. Uno de ellos, alto, delgado, va subiendo por la escalera, agitando con una larga horquilla el fuego del horno. Uno de mis acompañantes, navarro muy agudo, viendo al carbonero en aquella actitud, me dijo: “Hace algunos años, y no lejos de esta tierra, subió un carbonero por la escalera para avivar el fuego, con tan mala fortuna que, fallándole la cama de arriba, se desplomó sobre el fuego. Aterrando el patrón, les dijo, estremecido: “Esto ya no tiene remedio; os ruego, por lo que más queráis, que no digáis nada a nadie”… Y así fue. No se pudo saber nada del pobre carbonero. Fue el único hombre que no se loa había tragado la tierra. Se lo tragó el fuego”

     En estos dichos, vamos viendo ya la silueta de la ermita de Berrabia. Me detengo, quiero mirar, parece que no veo bien; vuelvo a mirar. Ahora a la derecha e izquierda, ya esta vez un poco más inquieto. Mis acompañantes se dan cuenta de este desasosiego y preguntan: “¿Qué; sucede algo?”

    “Bastante; de lo que dijeron que era un monumento en pie, no quedan más que ruinas”.

     El geógrafo sufre a menudo al navegar por rincones históricos, donde no hay brújula, estas duras impresiones. Me habían hablado de Berrabia, en Pamplona, en Estella, en Galbarra. Hace ya muchos años que un mendigo, durmiendo en la ermita, tuvo un accidente de fuego. Su patrón, San Lorenzo, preside ahora otra ermita cerca de Zúñiga. Sin embargo, entre aquellas ruinas hay algo que me atrae, y que me hace subir el primero a la altura donde se levanta. La ermita tiene, como puede ver el lector en el dibujo, una forma tubular; se ha buscado una elipse con verdadera pericia. Esta elipse abunda en los castilletes, y en los bastiones visigóticos. ¿Habrá sido, quizás, la ermita en algún tiempo fortaleza? Me quedo un poco perplejo. Veo en el barranco, a la izquierda de unos árboles, donde trabajan los carboneros un sendero que conduce a Gaztiain, y hacia allí, hacia el valle de Lana, se dirige mi pensamiento con estas palabras que no las digo en voz alta porque mis acompañantes no las comprenderían:

    “¡Geógrafo! Admirador de Pomponio Mela y de Estrabón, levanta tu ánimo, recupera tus fuerzas. Cómprate unas buenas botas y acomete las vertientes de Narcué. ¿No sería este bastión de Berrabia, el cinturón de defensa que rodeaba la antigua Navarris?

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